domingo, 24 de mayo de 2015

REVOLUCIÓN DE MAYO I: Los mitos de "la máscara de Fernando VII" y el ideal democrático que inspiró la Revolución

Publicamos aquí la primera parte de la ponencia sobre la Revolución de Mayo hecha por Roberto Marfany, el 15 de junio de 1977 en la Universidad Belgrano. Allí también participó el historiador Federico Ibarguren. Pero sus palabras la dejaremos para más adelante...



     Agradezco a la Universidad de Belgrano la invitación espontánea y cordial para ocupar esta cátedra de Historia Argentina con una conversación -no una conferencia- que tiene por objeto tratar el tema de la Revolución de Mayo, de especial gravitación en nuestra vida política y social. Hecho histórico de la mayor trascendencia, porque es la definición esencial de la voluntad de ser de una comunidad creada y formada bajo el dominio de la España Imperial, que le había impreso su propia modalidad y carácter.

     Se ha dicho que la Historia es al mismo tiempo pasado, presente y futuro. En realidad, la Historia es presente. Podríamos definirla diciendo que "son las cosas vivas de los tiempos muertos". Pasado es el tiempo, los hombres, los hechos. Presente, las realizaciones humanas que trascienden a la comunidad, infundiéndole nuevos comportamientos dentro de su propia índole, porque las transformaciones sociales con legitimidad histórica siempre se rigen por sus antecedentes; así, cada generación recibe los elementos fundamentales de la que procede, no obra a saltos o por improvisación.

     Para entender la Revolución de Mayo debemos colocarnos en la situación a través de la cual nuestros antepasados contemplaron el mundo que los rodeaba. La Revolución fue, sin duda, pensada con responsabilidad, discerniendo los medios idóneos con que realizarla y las posibilidades futuras de subsistencia ante la transformación producida por el dominio de Napoleón en Europa y particularmente en España.

     Tampoco se debe perder de vista la verdadera dimensión de la Revolución en sus principios generadores y en sus consecuencias. En primer lugar, es necesario saber que aquellos antepasados nuestros tenían conciencia de que formaban parte de un imperio que comprendía diversos países distribuidos por todo el globo, pero que fundamentalmente formaban parte de la nación española.
Para comprender los hechos históricos tenemos que ubicarnos en el plano mental de quienes los realizaron. antes se decía "hacerse antiguo". después, el filósofo e historiador Benedetto Crocce afirmó que la Historia es "idealmente contemporánea", refiriéndose a la relación del historiador con el acontecer que estudia. No trasladando los hechos a la contemporaneidad del observador, sino éste a los hechos pretéritos para hacerse contemporáneo de los mismos. Es el único método para conocer objetivamente la Historia, cuando se trata de recrear el pasado.

     Por falta de comprensión y ubicación en el plano mental, social y político de los hombres de 1810, muchas veces se han interpretado erróneamente las causas y fines de aquel gran acontecimiento, que ha sido conocido -por falta de perspectiva- solamente en su aspecto episodio pero no en sus fines.

     Por ese error interpretativo se ha dicho que la Revolución de Mayo fue un movimiento político de oposición a la monarquía española y a España, con la finalidad de crear un gobierno independiente y democrático. Ninguna de esas opiniones concuerda con la realidad. En 1810 Buenos Aires era una aldea de 60.000 habitantes, con sus aledaños, situada en el confín del inmenso mundo imperial, pero con suficiente energía como para afrontar una empresa política muy superior a su poder material. Había calidades, sin duda, en aquellos hombres; un sentido de destino colectivo que nosotros no conservamos con el mismo vigor. Nuestros antepasados dejaron testimonio de grandeza cuando, derrochando heroísmo, enfrentaron y derrotaron la primera y segunda invasión inglesa. También lo tuvieron para declarar la Independencia, para extender la guerra por Sudamérica, etcétera. De esas cúspides hemos ido descendiendo hasta perder el sentimiento patriótico que tenían nuestros mayores.

     Como no hemos sido capaces de hacer obras que superen a las de los antepasados, repetimos conceptos que ellos pronunciaron con convicción, porque caracterizaban su propia conducta. Cuando decimos "Sean eternos los laureles que supimos conseguir", hay que preguntarse si es cierto, si hemos conseguido laureles por nuestros méritos propios. Creo que no. Ellos sí consiguieron laureles, porque fue la generación que hizo la Revolución de 1810, instauró un gobierno autónomo y luchó en la Guerra de la Independencia.

     Nuestra Revolución de Mayo es producto legítimo del espíritu español. En España, pongamos por caso, entra el ejército de Napoléon y ocupa Madrid ante el asombro, la confusión y la indignación de sus habitantes. En esas circunstancias trágicas en que se paraliza la reacción, el alcalde de Móstoles, una pequeña aldea cercana a Madrid, declara públicamente la guerra a Napoleón yh enciende la hoguera con poco más de un centenar de hombres armados con escopetas, horquillas y agujas de coser colchones. Entre nosotros sucede algo parecido. Buenos Aires, una aldea del Imperio español, se yergue contra el inmenso poder de Napoleón. La desproporción es asombrosa. La Revolución repito, no se hace contra el rey ni contra la España Imperial, sino contra Napoleón, a quien llaman "tirano", y contra la ideología y los hechos de la Revolución Francesa.

     La interpretación de que en 1810 se produce un cambio total de valores se aplicaría también al problema de la libertad. Los teólogos y juristas españoles dicen que el hombre nunca pierde la libertad, aunque quisiera, porque la libertad está implícita en la naturaleza humana. Así, nuestros antepasados no podían ni querían transformar los principios originarios y fundamentales de su comunidad, que tenía una antigüedad de tres siglos, para jugarla en una aventura política de alcances imprevisibles.

La prueba de que respetaron esa estructura es el hecho de que la Junta de Gobierno, que llamamos Junta Patria, gobernó, según propias palabras, "a nombre de Fernado VII". Esa adhesión a Fernando, que era el centro del Imperio y su forma de gobierno, continuaba la tradición histórica.

     No es fácil que entendamos esa proyección histórica, porque no tenemos conducta histórica. Estamos acostumbrados a la rotación de los hombres de gobierno en períodos breves, sin que exista entre ellos el mismo concepto de ideales nacionales, y por eso cambiamos de dirección continuamente, sin que tengamos una tabla de valores esenciales que debamos cumplir inexorablemente.

En 1810, por el contrario, había una idea clara de continuidad. Por eso, la adhesión a Fernando VII no es el acatamiento a su persona, sino que se trata de mantener en él la unidad del Imperio dentro del sistema político y social que le daba subsistencia. Ellos tenían sentido histórico y nosotros no.

     Cuando hablamos de Historia no nos introducimos en ella con brío vital, sino por preocupación intelectual, y lo importante es que nuestro acercamiento sea vital. Aquellos antepasados nuestros tenían conciencia histórica y por esa convicción pudieron hacer la Revolución. Porque en los grandes sucesos tiene que haber una actitud plena y un convencimiento absoluto.


La Revolución de Mayo promueve el cambio del gobierno local -la destitución del virrey- no para suplantar a la monarquía, a la cual se jura fidelidad sincera -lo cual no fue una "máscara", como han interpretado con evidente error la mayor parte de nuestros historiadores, que confundieron los fines de la Revolución-. El propio Mariano Moreno, para citar el caso al que más se recurre para justificar la supuesta implantación de la democracia, en artículos publicados en "La Gaceta" de Buenos Aires -periódico oficial de la Junta Patria-, propone que se dicte una constitución para el "deseado Fernando". La misma Junta -"a nombre de Fernando VII"-, en diversos comunicados que en su mayoría se publicaron en "La Gaceta", proclama fidelidad al monarca español cautivo de Napoleón. La Junta es una especie de regencia del rey en el Río de la Plata, sustitutiva del virrey, que asume la soberanía del rey, llamado también soberano, y no la soberanía del pueblo. Esta solución no era improvisada; tenía realidad jurídica y doctrinaria.



   Las obras jurídicas españolas que en esa época usaban los abogados de América reconocen el derecho de que faltando el rey, la potestad vuelve a la comunidad, que suple la vacancia; esto deriva del principio de que el poder de gobernar se origina en la comunidad. Y aunque se admite que el rey gobierna "por la Gracia de Dios", esto no quiere decir que Dios lo haya nombrado directamente, sino que recibió el poder a través de la comunidad en la cual Dios infundió en cada individuo el derecho a ser elegido.

     Los historiadores han encarecido la filiación democrática de la Revolución de Mayo, y sobre todo la intención de Mariano Moreno a favor de ese sistema de gobierno, inspirado en Rousseau. Es verdad que Moreno fue epígono de Rousseau, pero éste no exaltó la democracia como el mejor sistema de gobierno. Lo que Rousseau y Moreno defendieron fue la "República" que, como dice el propio Rousseau, se puede dar con cualquier sistema de gobierno, ya sea monarquía, aristocracia o democracia, con tal de que tenga el consentimiento de la mayoría de los ciudadanos. Esto es lo que se llama "República".

     Sin duda, es un error garrafal considerar a Rousseau como el penegirista de la democracia y el detractor de la monarquía. Rousseau, a quien se atribuye la paternidad de la democracia moderna, no fue su defensor, pues dice en el "Contrato Social"  que no hay gobierno más dado a las disensiones y guerras domésticas que el democrático o popular, porque todos quieren mandar y quienes están en el gobierno no lo quieren soltar. Sucede que uno de los problemas de la democracia es la igualdad. Somos iguales desde el punto de vista jurídico, pero somos distintos, dado que de cada hombre hay un solo ejemplar; dentro de la multitud, cada persona es un ser inconfundible. Afirma Rousseau que "si existiera un país de dioses -es decir, todos iguales- se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no es para hombres". Este es el juicio de Rousseay sobre la democracia, muy distinto, por cierto, al que suelen enseñar los profesores de esa asignatura anodina que llaman "Educación Democrática".

     Creo que con lo dicho han quedado en claro los planteos generales, es decir, el panorama que se abre para los hombres de Mayo de 1810 en Buenos Aires: establecer un gobierno para cubrir la acefalía producida por la caída del gobierno español de la península.
(...)


Roberto Marfany y Federico Ibarguren, La Revolución de Mayo, en AA. VV., "Historia Argentina", Editorial de Belgrano, 1977, Buenos Aires, pp. 11-16.

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