lunes, 21 de marzo de 2016

SONETOS DE JESÚS CRUCIFICADO: "MADRE JUNTO A MI CRUZ"

Stabat Mater Dolorosa, Iuxta Crucis Lacrimosa...


MADRE JUNTO A MI CRUZ

                Cuando alguien va a morir, siente pasar por su retina todos los instantes de su vida como un conjunto de recuerdos apretados, agónicos. Jesús sabe que va a morir, y revive de repente los momentos todos de su existencia.
                Él también ha acogido el Reino de su Padre como un niño (Mc 10,15); ha vivido en esta infancia espiritual, como un niño en brazos de su madre (Sal 131,2). Cuando un niño siente cercano un peligro, una amenaza, grita por instinto a su madre para que le proteja y ampare. Desde la alta cruz, Jesús moribundo contempla a su madre. Entonces le dice aquellas palabras que recapitulan, como un abrazo maternal (y que hemos escrito adrede con las exactas rimas de los cuartetos del próximo soneto), toda su existencia de niño rodeada por María:

                Siempre estuve en tus brazos, madre amada.
                Entre tus brazos siempre, madre mía.
                Crecí en ellos, soñaba, me dormía:
                Mi casa, mi descanso, mi almohada.

                Su corazón humano recuerda (¿qué otra cosa es el corazón, sino el órgano de un palpitante recuerdo?) su primer alumbramiento, su nacimiento y su cuna en Belén, firmemente estrechado en los brazos de su madre, apretado por los más tiernos y seguros de sus brazos.
                Recitando el extenso y dramáticos salmo 22, Jesús pronunció aquellas palabras: “Tú eres quien me sacó del vientre; me tenías confiado a los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos” (vv. 10-11). Dios sacó a Jesús del vientre de su madre y lo confió a los pechos de María. En el regazo de su madre ha vivido.
                También María ha vivido por y para su Hijo. La vida de María, la madre de Jesús, ha sido un afligido alumbramiento: ha dado a luz a Jesús en un parto continuado. El Evangelio lo registra dolorosamente. El primero aconteció en Belén cuando fue niño (Lc 2, 6-20); el segundo cuando a los doce años le hizo sufrir, mostrándole tras la angustiosa búsqueda de tres días que él tenía que estar en la casa del Padre (Lc 2, 48-49); y ahora, en la Cruz sucede el tercer y definitivo parto, cuando va a morir. Ambos, la madre y el hijo, están penando. María por Jesús. Jesús por María. Ésta porque es madre y sólo una madre conoce la honda llaga de tal dolor. Ver a su hijo Jesús morir en la cruz es la espada que se le clava en el corazón, traspasándolo de parte a parte.
                “No me corresponde a mí hablaros de los dolores de María; meditadlos vosotros. Sólo os diré que del mismo modo que todo el gozo de la Santa Virgen consiste en ser Madre de Cristo, todo su martirio nace del mismo amor. No hay fuerza que pueda romper lo que la naturaleza unió tan fuertemente. Cuando la primera comunión termina, nace otra formada por los lazos del amor, y la madre lleva al hijo como si no hubiese salido aún de sus entrañas, hasta el punto que basta que el hijo sufra para que el corazón de la madre salte.
                “Os pondré un ejemplo. Cuando la cananea pide al Señor que cure a su hija, le dice: “Ten piedad de mí, mi hija está poseída por el demonio” (Mt 15, 22). Porque le basta pensar en los dolores de su hija. En ella padezco, sus dolores son los míos; a ella la atormenta el demonio, y a mí, la naturaleza, y los golpes que le infligen llegan hasta mí.
                “¡Padre eterno! No tenéis por qué eclipsar el sol si pensáis en María, ni por qué apagar las luminarias del cielo. Ya no hay luz para esta Virgen. No es necesario que sacudáis los cimientos de la tierra, ni que cubráis de horror la naturaleza, ni que amenacéis envolverla en el primer caos, porque después de la muerte de su Hijo no hay para ella sino tinieblas” (J. B. Bossuet, María al pie de la Cruz, Primer sermón del Viernes santo).
                La mirada de su madre será la postrimería de este mundo, el paisaje final, el último rostro humano que Jesús desde la cruz va a contemplar en esta historia que lo crucifica. Y otra vez, como cuando era niño, Jesús se confía a los brazos de su madre.
                Los hombres buenos nunca dejan de ser niños del todo. Las madres tampoco dejan nunca de ser madres. Jesús fue el primer orante que rezó a su madre el final del Avemaría.

Madre junto a mi cruz

¿Te acuerdas de Belén, de la nevada,
de aquella fría noche en que nacía,
con qué amor tu ternura me mecía
toda la noche hasta la madrugada?

También recuerdo, madre tu mirada
tan limpia, donde el sol resplandecía.
Cuando “hijo” me llamabas, sonreía
Niño el sol a la luna iluminada.

Es tarde, madre, el sol ya se ha ocultado.
Quédate. Quiero, como antaño, verte
madre junto a mi cruz, madre a mi lado.

Tenme en tu corazón tan tierno y fuerte;
entre tus brazos, madre, a tu hijo amado,
ahora, que es la hora de mi muerte.



P. Francisco Contreras Molina, Sonetos de Jesús crucificado, Ed. Verbo Divino, Navarra, 2001, p. 87-90.

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