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domingo, 24 de julio de 2016

LA ECONOMÍA HA MATADO LA CULTURA...



     La abundancia económica ha matado toda cultura. Los pueblos se realizan en la pobreza.

      La afirmación no tiene un carácter clasista sino moral. De la abundancia se sigue la molicie, y desde aquí la pendiente llega rápido hasta el vicio. Es imposible que haya lugar para el cultivo si la sociedad es un ganado satisfecho que ha expulsado a sus pastores y labriegos. Porque el cultivo interior (en su fórmula agustiniana: no salgas de ti mismo, sino vuelve a ti mismo) no puede prosperar en el hedonismo, que es toda extroversión y agotamiento de los sentidos. Y el cultivo vertical, el del alma que asciende en invisible escala hacia el Señor, ya no es viable en una horizontalidad dominada por los bolsillos y los vientres. La verdadera cultura termina desterrada en la opulencia. Mandan Baal y Moloch, no hay lugar para Atenea.
       En la adversidad podrá dictar siempre su cátedra Sócrates, entrar en místico desposorio Juan de Yepes y glosar León Bloy sus páginas maestras. Privaciones, penurias, estrecheces, y cárceles, no han impedido nunca el despertar de los ingenios. Pero suntuosidades en demasía lo han embotado. A pan y agua en celda mísera, Cervantes contemplaba paradigmas eternos. Y Belén era punto que los cartógrafos no atinaban a registrar. Las Vegas y Miami figuran obligadamente en todos los itinerarios turísticos y son deleitadas por millones anualmente, sin que haya salido un sabio de sus tenebrosos entresijos de cemento, dólares y neón.
       Por eso al comentario “metafísico estáis” lanzado por Babieca, Rocinante le contesta seguro: “es que no como”; y su amo enseñará más tarde que mejor conviene al mundo el lenguaje del saber al del tener.
        En alguna oportunidad lo repitió ese gran estadista que fue Oliveira Salazar: “Portugal es pobre, sí; como es pobre Nuestro Señor Jesucristo. Pero es preciso ser mejores, antes que estar mejor”.
Solía insistir en ello una y otra vez Jordán Bruno Genta, cuando contrastaba las glorias de la Patria Vieja, con el cuadro oprobioso de la que tenía a la vista: “¡Comparad la riqueza de aquella Argentina pobre con la pobreza de esta Argentina rica!”.
        Carecíamos de casi todo en el orden de los bienes materiales, pero los soldados recitaban el Romancero en Obligado: “¡no consintáis que extranjeros hoy vengan a sujetaros!”. Nuestro orgullo de antaño era el honor, que nos venía del esplendor de la cultura hispanocatólica. Los salvajes unitarios -¡Que precisión la de Rosas!”- la confundieron con barbarie y lograron imponer sus miopías. Entonces el orgullo consiste hoy en ingresar al primer mundo con telefonía celular y personal computer, pero proclamando impúdicamente nuestra condición de objetos en el comercio de la cultura. De ahí que muchas verdades antiguas ya no se entiendan, y que sea preciso comentarlas como novedades.
        Aun antes de que el Evangelio anunciase la Buena Nueva a los pobres y de que la fe cristiana predicara su incompatibilidad con las riquezas mal habidas o peor mal llevadas, el espíritu clásico advirtió el valor de la vida sobria y austera, y se reservó su desprecio para avaros y sibaritas, solo ocupados y preocupados en aumentar y en exhibir sus caudales.
      Faltaba claro, y es una ausencia indicadora de que estamos hablando del paganismo, la asociación de la pobreza con la Cruz, y de la Cruz con la Redención. Faltaba – y era todo lo esperable – que Dios mismo naciera pobremente, acariciado por un padre terreno con las manos agrietadas por la rusticidad de la madera, y tutelado por una Madre cuya riqueza única, era su inviolabilidad perpetua. Faltaba el Pobre Cristo, Señor de las aves del cielo y de los lirios del campo. De allí que solo la Cristiandad tuviera la plena intelección del misterio de la pobreza. Y que solo bajo su lumbre señera se descifrara la condena lanzada con voz tonante desde Nazareth contra la insolencia de los poderosos.
       Después vino todo lo demás, y es muy sabido: la Cábala propiciadora del arrebato del oro, el Calvinismo justificadora del poder, el capitalismo y la plutocracia expoliando a las naciones, el clasismo marxista encanallando a poseedores y desposeídos, el fariseísmo en la Iglesia queriendo contemporizar con Mammón, el catolicismo burgués que sigue predicando la curiosa caridad de no dar, y la estulticia tercermundista, reduciendo el misterio de iniquidad a un conflicto sociológico, y el milagro salvífico a una revolución terrena.
       Quedaba todavía como un vestigio trémulo del Orden, el recato de los pudientes frente a los que nada poseen…Quedaba al fin en nuestra patria, un resabio desdibujado de la enseñanza evangélica, en atención al cual, no era de bien nacido ostentar brillo ni faltar el respeto al pordiosero.
Pero ahora, en la cultura mundialista, la pobreza es el enemigo. Ella perturba, estorba, afea el venturoso fin de la historia. Desentona y arruina el festejo de la sociedad opulenta… En los tiempos que corren, sin dudas, los pobres son personajes pasados de moda.
        La consigna de la hora es bien distinta. Es el tiempo de los ganadores de fortunas desbordantes, de los acomodados y copiosos que buscan pavonearse como tales, de los narcisistas del consumo ilimitado y superfluo... de los que pueden darse todos los gustos y gastos sin el más mínimo sobresalto en sus anestesiadas conciencias.
         Si no oyen ni ven, tal vez alguno pueda hacerles saber que en la patria hay aún una hidalga pobreza. Son los pobres de los cuatro puntos cardinales. Del norte con sus brazos cetrinos, y del sur con sus vientos en la cintura. Del este y del oeste con sus orillas de piel lastimadas y heridas. Y hay en todos ellos una cultura mayor que la de los doctos fabuladores y la de los sirvientes del oro.

Antonio Caponnetto.
(Fragmento del Epílogo a la obra de Fray Petit de Murat: “Una sabiduría de los tiempos...”)