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martes, 16 de junio de 2015

A 60 AÑOS DE LA QUEMA DE LAS IGLESIAS (PARTE II): Crónica de los hechos

Las hordas peronistas profanando ornamentos con la imágen del Presidente


TRÁNSITO GUZMÁN

   Muchas son las lecturas y crónicas con las que podríamos ilustrar sobre los hechos ocurridos la noche del 16 de junio de 1955. Sin embargo nos parecen muy oportunas las líneas brotadas de la pluma de nuestro gran novelista Manuel Gálvez, en su obra Tránsito Guzmán (Ediciones Theoría, Buenos Aires, noviembre de 1956). Allí, el autor se propone narrar los hechos siendo totalmente fiel a los acontecimientos reales. Pero mal podríamos hacer nosotros una explicación sobre su intención, sin atenernos a lo que él mismo aclaró.
    En efecto, a modo de prólogo, Gálvez tira por tierra cualquier argumento que desprestigie lo que allí se narra por ser su obra una novela, y no una obra historiográfica. Por eso dice:
   "No pierde jerarquía, pues, una novela, como obra de creación, por el hecho de que en ella se narren sucesos públicos, ocurridos contemporáneamente. Pero, eso sí, los sucesos públicos no han de ocupar mayor espacio que los novelescos y han de estar relacionados con la vida y el espíritu de algunos de los personajes del libro.
   Los críticos argentinos suelen desdeñar las novelas históricas y las novelas de ambiente histórico. ¿Por qué? Me imagino que será porque suponen que en las novelas todo ha de ser creación. Pero los que escribimos novelas, y lo mismo quienes leen novelas, sabemos que en todas hay mucho tomado de la realidad y no creado por el autor. Lo que verdaderamente inventamos es poco, muy poco (...)
   En  Tránsito Guzmán refiero sucesos públicos, y con toda la verdad posible. Me he documentado en diarios y revistas y en relatos que me hicieron, a mi pedido, muchos testigos de los sucesos (...)
   Conviene saber que el hecho principal del libro, relatado en uno de los capítulos finales, ha ocurridio tal como lo cuento (...)".
   En fin, sin más que agregar, reproducimos los capítulos XVIII y XIX, de la segunda parte de la novela: 


 XVIII

No había conocido Buenos Aires, en sus cuatro siglos de existencia, una tragedia semejante. Doce templos, los más antiguos de la ciudad, situados en los barrios principales, fueron saqueados e incendiados por grupos de partidarios del Gobierno. La Justicia demostrará más tarde que a esos hombres los habían mandado algunos ministros, principalmente los del Interior y Educación, el Jefe de la Policía y otros altos funcionarios.
   Habían comenzado con la Curia Eclesiástica y la Catedral. Nada quedó del Palacio Arzobispal. Inclusive se perdieron, casi íntegramente, los archivos, en cuyos legajos se conservaba gran parte de la historia del país y, sobre todo, de la ciudad. En esos ochenta mil legajos constaban los bautismos, los casamientos, las defunciones de nuestros más lejanos antepasados, desde fines del siglo XVI; de los que vivieron durante los años virreinales; de los que tomaron parte en el movimiento del 25 de Mayo; de los que vieron pasar la época de Rivadavia, la de Dorrego, la de Rosas, las de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. No de todos, porque había otras parroquias, pero la de la Catedral fue, por su jerarquía y su situación, tal vez, la más importante.
   La Catedral, acaso por estar dentro de ella la tumba del general San Martín, fue relativamente respetada. Pero los fanáticos incendiaron la Sacristía, perdiéndose sus oros, sus bronces y sus brocados; profanaron el antiguo altar de San Pedro; derramaron los Santos óleos y destrozaron el sarcófago de la virgen y mártir Santa Florencia y dispersaron sus reliquias. También rompieron la cabeza de las imágenes de los muy amados y milagrosos Santa Teresita y San Antonio. Despedazaron la imagen del Niño de Jesús de Praga y de los Cristos y estatuas de la Sacristía.
   San Ignacio, el viejo templo que fué de los jesuitas y había sido honradamente restaurado un tiempo atrás, perdió la Sacristía y nueve altares laterales, incendiados o destrozados desde las hornacinas para abajo. Antiguas tallas policromadas, de buenos escultores españoles, fueron quemadas o rotas. A San José lo decapitaron; al apóstol Santiago lo degollaron a hachazos y quemaron; a Santa Teresa le cortaron las manos y los pies; y a San Luis Gonzaga, esos miembros y la cabeza. Profanaron las reliquias y desparramaron los huesos de los santos mártires Próspero y Clemente y robaron la corona de Nuestra Señora de las Nieves. Era San Ignacio, tal vez, la iglesia que contenía más recuerdos coloniales y mayor número de obras de arte, y casi todo eso fue arrasado, hecho pedazos o sometido al hambre y al fuego.
   También guardaba riquezas Santo Domingo: tallas, pinturas, mosaicos, estatuas. Sus recuerdos históricos eran innumerables. En unas urnas se conservaban reliquias de próceres, que los delincuentes rompieron diciendo que "los curas las tenían llenas de monedas de oro y de plata". Una estatua ecuestre de Santo Domingo, talla policromada, perdió la cabeza del santo y la del caballo. El Cristo del Buen Viaje quedó carbonizado y sin brazos ni pies. Desapareció el busto del general Belgrano. En el lugar del altar mayor sólo había, después del incendio, una pared casi pelada. Y los altares fueron todos, o en su mayoría, tragados por el fuego.
   No sufrió tanto La Merced, la antigua parroquia de Catedral al Norte. La Sacristía fue devastada, pero se salvaron los cálices y las alhajas de la Virgen. Quince grandes libros del archivo histórico -nacimientos, bautismos y matrimonios hasta 1850- se quemaron. Se perdió la biblioteca, doce habitaciones del claustro fueron saqueadas y se arruinaron candelabros, imágenes vestidas de los siglos XVII y XVIII y dos cuadros atribuidos a Ribera.
San Ignacio
   Horrible fue el desastre en San Miguel. Parecería que la canalla hubiera querido ofender especialmente al ilustre prelado que ejerce el curato de esa parroquia. No sólo el templo fue saqueado y quemado, empleándose para la destrucción el martillo, sino que en la casa vecina, donde el prelado vive, casi nada dejaron. El vestuario episcopal, los anillos, los pectorales desaparecieron. Violaron una caja de hierro y se robaron cien cálices. Perdiéronse para siempre tres cuadros de nuestro gran pintor Prilidiano Pueyrredón. Volcaron, y robaron, los copones, derribaron el altar de San Pío X, arrojaron al piso la antigua imagen de Jesús Nazareno, quedando su rostro deschecho, y robaron el Cristo del siglo XVIII. Se esfumaron los documentos históricos de la parroquia y fueron saqueadas las habitaciones de los sacerdotes. Y las llamas quemaron la biblioteca para ciegos y los ladrones robaron las máquinas de imprimir por el sistema Braille. Quamaron allí o decapitaron viejas estatuas; incendiaron cinco sagrarios, después de deshacerlos a hachazos, y la sacristía; varias esculturas se quedaron sin manos, y una bisecular Dolorosa desapareció entre las llamas.
   No fué injuriada la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, "el Socorro", como se dice. El comisario de Policía, que estaba en su sección, a dos pasos, acudió con agentes y barrió la mugre asaltante. La casa parroquial, con todo, fue atacada a balazos y se rompieron cristales y focos de luces. Los mue bles y documentos fueron amontonados para entregarlos al fuego, pero el coraje del comisario, que se exponía a perder su puesto, como lo perdió, y aun a ser encarcelado, salvó esas cosas.
   En el templo de Nuestra Señora de las Victorias, muy amado por al sociedad distinguida, no causaron demasiados destrozos los delincuentes, porque un grupo de vecinos apagó los incendios. Fue saqueada la sacristía. Destruyeron a palos una araña de cristal de roca. Fué robado el cepillo y rota a hachazos la caja de hierro. Se perdieron vitrales, candelabros, confesionarios. Se profanaron las reliquias de la virgen y mártir Santa Victoria. Los padres huyeron. Uno de ellos, de ochenta años, fue golpeado brutalmente y a consecuencia de los golpes murió unos días después.
   Y en fin, San Nicolás también sufrió. La Sacristía quedó reducida a las cuatro paredes. Fué saqueado el camarín de la Virgen de Luján y quemado el archivo parroquial desde 1769 para acá, entre cuyos testimonios figuraban las actas de nacimiento de Mariano Moreno y de Bartolomé Mitre.
   Nada ocurrió en Nuestra Señora de Guadalupe: los padres, enterados de que se acercaba la cáfila de hampones incendiarios, tocaron a rebato. Las campanas, en medio de la noche silenciosa, de las calles lúgubres, llamaban a los fieles a salvar la casa de Dios. Y acudieron los fieles y hasta algunos que no lo eran, y el templo no pudo ser saqueado ni incendiado.
   En San Agustín, un conocido católico, escritor de mérito y que era juez, reunió a unas treintena de personas y se instaló en el atrio. Llegaron los de la comparsa, vieron la Iglesia defendida y se volvieron. Y cuando ya no había peligro y los defensores se retiraban, se apareció la Policía y se llevó preso al salvador de la iglesia...
   Y además de tantas devastaciones, ochocientos sacerdotes fueron llevados a la cárcel de Villa Devoto ese 16 de junio.
   Tanto afán de rapiña y destrucción significaba una prueba de odio al clero y a las altas clases. Las iglesias de los barrios pobres ignoraron el martirio. ¡Barbarie increíble la de esa noche! Nada igual en tierrras comunistas, pero sí en España. Barbarie premeditada, puesto que el mismo día, y a la misma hora, más de ciento setenta iglesias fueron atacadas en todo el país, la mayoría en la provincia de Buenos Aires. Barbarie organizada desde arriba, porque no se movía un dedo sin orden del Presidente de la República. Barbarie antipatriótica, por la cual perdimos tesoros de tradición. Se atacó a Dios en sus templos y a la Patria en los documentos de su Historia. Y todo se hizo con la mayor ruindad, porque en las comparsas de bellacos algunos vestían sotanas y casullas y llevaban en lo alto cálices, crucifijos, estatuas y pinturas de santos, mientras avanzaban gritando desaforadamente, brincando con modos grotescos y cantando sus cantos de comité y de servilismo.
XIX
    Aquella noche fue de angustiosa expectativa para el barrio Norte. Desde unas cuadras antes de Callao hasta cerca de la Plaza de Italia se vivió esperando que casas de familias  principales fuesen asaltadas de un momento a otro. Si las iglesias habían sido incendiadas por turbas de forajidos ¿no era lógico que a las familias "oligárquicas" les llegase su hora? Si no respetaron las imágenes de Cristo y la Virgen ¿por qué habían de respetar los objetos valiosos que poseían los ricos? Miles de personas no pudieron dormir esa noche. Cualquier ruido les hacía creer que violentaban la puerta de calle.
   Las palabras presidenciales, que todos oyeron por radio, eran benévolas y conciliadoras. Pero los hechos las desmintieron. No había pasado una hora del discurso del Presidente cuendo sus sicarios maloqueaban en San Francisco...
   En muchas casas, en el pavor de las devastaciones y la muerte, se buscó un retrato de Perón y lo colocaron a la vista. Otros utilizaron algunos de los libros de Perón o el de Evita. Pensaban que así lograrían contener a la horda, salvar los bienes y la vida.
   ¿Quedaría calmado el tigre con la ración que había devorado? Nada podía saberse. Cierto que su odio actual eran la Iglesia, los sacerdotes, los católicos. Pero los templos saqueados tenían el apoyo de los ricos, de los oligarcas. Curas y oligarcas eran la misma cosa. ¿Cómo no pensar que a medianoche pudiesen entrar en un centenar de casas del barrio Norte? ¿No había dicho el propio Presidente, en discursos que nadie había olvidado, cómo debían hacer los peronistas para matar a sus enemigos? (...)
   (...) Pero nada ocurrió en aquella noche de angustias, y amaneció el 17 de junio. Todo el mundo se precipitó hacia los diarios. Hablaban de los bombardeos, de los muertos y los heridos, de la revolución fracasada; pero ni una línea sobre los incendios de las iglesias. El Gobierno, evidentemente, no deseaba que tales iniquidades fueran conocidas. Y muchos insultaban al único diario que no pertenecía a Perón o a sus amigos, llamándolo "cobarde".
Manuel Gálvez.


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