Red Federal de Familias (Misiones)
“No confrontar”. Estas
palabras parecen conformar una suerte de seudo mandamiento –añadido, en base a
la repetición, al antiguo decálogo– que se va colando en ciertos grupos
católicos provida. Entre quienes militamos por la defensa de la vida y la
familia, suele escucharse esa frase: “no confrontemos”. Se oye con frecuencia
en reuniones y pasillos, se repite maquinalmente hasta en las charlas de amigos
con quienes compartimos las mismas banderas. Es como cierto imperativo supremo que
parece esconder este pensamiento: “Ni se nos ocurra confrontar porque si no,
perdemos auditorio. Perdemos oyentes. Perdemos clientes”.
Bromas aparte, es llamativo que –en el obrar y en el
pensar de muchos bautizados– se vaya extendiendo la tibieza y hasta cierto
conformismo, lo que es especialmente alarmante cuando tiene lugar en los
corazones de quienes deberían sentirse deseosos de cumplir con
su misión profética de anunciar la Verdad, denunciando lo que se opone a
ella. En vez de eso, parece privilegiarse la estrategia del marketing: “No
confrontemos porque ‘queda mal’”. Pero, ¿la verdad es un
“producto para vender”?
Esta consigna queda al desnudo ante un simple
interrogante. ¿Por qué no confrontar? ¿No confrontar acaso para pretender
hallarnos en una cierta calma paradisíaca de amorosa convivencia con quienes
piensan muy distinto, promoviendo la cultura de la muerte? Si este
es el motivo, no parece muy distinto a fingir. Contrariamente, de la
Biblia misma surge que nuestra vida, lejos de ser un apacible camino, es
un campo de batalla; un constante militar contra demonio, carne y mundo. ¿No
es acaso una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra? (Job 9,1).
¿Qué es lo propio de quien recibe la Verdad? Lo
propio es vivir según ella, practicarla, predicarla, difundirla. Confrontar es,
así, la casi espontánea e ineludible consecuencia de recibir la verdad en un
mundo que vive contradiciéndola. No nos engañemos. Es imperioso
que la Verdad sea dicha, sea elevada, sea exaltada y coronada ante la
mentira, el error y la confusión. Lo que es y “lo que no es” entran siempre en
colisión, de modo que lo falso no puede sino caer “como un rayo”, como cayó el
enemigo mismo, según las palabras de Cristo (Lc. 10,18). Tan necesario, tan
justo, tan debido es que la Verdad sea dicha, que si ya no quedara en
el mundo ni un sólo cristiano con el valor suficiente para decirla en alta voz,
entonces, no cabe duda, las piedras gritarían.
Solemos escuchar en reuniones o charlas de temas
provida, muchas veces de manera bienintencionada, que no debemos
confrontar. Pero, en definitiva, ¿qué es confrontar? Confrontar es poner
una cosa delante de otra. En el campo de la defensa de la vida, ponemos las
falacias de la cultura de la muerte frente a las verdades que
brotan del plan de Dios para así dar por tierra con todas esas falsedades
ideológicas. Así, la verdad –que no es otra que Dios mismo– termina brillando.
Esplende. Desde la época de los más primitivos procesos judiciales, el
confrontar resultó siempre un medio no sólo eficaz sino hasta necesario para
llegar a lo cierto y, en consecuencia, impartir justicia. Agotados los medios
pacíficos, no querer confrontar es una actitud que
puede interpretarse como un desinterés por conocer. Y dado que el conocimiento
tiene relación con la verdad, este desinterés implica también un desinterés por
la verdad misma.
No querer confrontar cuando es obligatorio
hacerlo es propio del alma que
–aunque reconozca intelectualmente la verdad– prefiere no arriesgarse en cuanto
a su testimonio, no sea que pierda amistades por decir lo verdadero. El ejemplo
paradigmático –y muy adecuado para este inicio de Semana Santa– es Poncio
Pilatos. Pilatos pasa a la historia como el que “no confronta”. No tenía la
misma maldad de Herodes (a quien Cristo llamó “zorro”) pero, sin embargo, no
quiso atraer alguna enemistad ni perder favores, convirtiéndose así en cómplice
del mayor crimen de la Historia. Bajo las condiciones ya
señaladas, no confrontar puede ser un síntoma tanto de relativismo –en tanto
revela desinterés por la verdad– como también de mediocridad, pusilanimidad,
cálculo, especulación. Revela falta de esperanza, falta de confianza en la
propia verdad, falta de confianza en la fuerza demoledora de la verdad.
En contraposición, tenemos el evangélico ejemplo
de la voz que grita en el desierto: San Juan Bautista, quien
precisamente por confrontar con quienes obraban el mal, perdió su vida y
conquistó la eternidad. ¿No se enfrentó acaso Santo Tomás Moro con un Enrique
VIII, enfermo de poder, que le hizo pagar con su propia sangre la osadía de decir
la verdad? ¿No confrontaron Santo Tomás de Aquino, San Agustín, San Atanasio
con quienes desnaturalizaban tanto las verdades de la fe como otras verdades
propias del orden natural? “Suma contra gentiles” tituló Santo Tomás a una de
sus obras. ¿No era precisamente una invitación a la confrontación?
El santo grito de “¡Viva Cristo Rey!” –con el que
tantos mártires entregaron su vidas–, ¿no fue acaso un confrontar a voz en
cuello con el mundo que niega a Nuestro Señor la Realeza que le es propia?
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Cristiano que lees estas líneas. No te dejes
confundir ni te confundas tú mismo. Agotadas las instancias anteriores, nadie
puede prohibirte confrontar enérgicamente con quienes legitiman el aborto, la
anticoncepción, con quienes pretenden naturalizar comportamientos
antinaturales. Es una acción propia de tu militancia por el Reino. Si no
confrontas hoy –cuando a nuestros jóvenes se los pretende sodomizar, cuando a
nuestros ancianos y enfermos se los aniquila, cuando a nuestros niños se los asesina
antes de nacer, cuando se pisotea nuestra fe y se escupe sobre nuestros
sagrarios–, si no confrontas ahora, si no luchas ahora, ¿cuándo lo harás?
Para acicate de nuestras adormecidas conciencias, S.
S. León XIII dejó estas palabras:
“Retirarse ante el enemigo o callar cuando por todas
partes se levanta un incesante clamoreo para oprimir la verdad, es actitud
propia o de hombres cobardes o de hombres inseguros de la verdad que profesan.
La cobardía y la duda son contrarias a la salvación del individuo y a la
seguridad del Bien Común, y provechosas únicamente para los enemigos del
cristianismo, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos.
El cristiano ha nacido para la lucha”.
Julieta Gabriela
Lardies
Delegada RFF – Misiones
Juan Carlos Monedero
(h)
Colaborador de la
RFF-Misiones