Stat
crux, dum volvitur orbis.
Hace algunos
días, la Iglesia, siguiendo el calendario litúrgico del vetus ordo, celebraba el día en que nacía a la vida eterna uno de
los santos más influyentes para la civilización occidental: San Benito de
Nursia.
La figura del Patriarca de los monjes de Occidente
pasó casi desapercibida en su onomástico. Evidentemente, la temática del
Coronavirus ha eclipsado muchos asuntos importantes, incluso aquellos en los
que el cristiano piadoso suele -o debería- tener presente habitualmente.
Sin embargo durante
el pasado 21 de marzo celebramos la memoria del fundador de la Orden
benedictina y, además de encomendarle toda la situación por la que hoy pasa el
mundo, algunos releímos su vida, pudimos rumiar
algunas partes de “La Regla”. También nos dimos tiempo para ver un documental
de los hijos de San Benito de la Abadía de Sainte-Madeleine du Barroux, en
Francia. Y aquí viene lo interesante...
En este video
documental de Veilleurs dans la Nuit -recomendable
para ver en estos días de Cuaresma en cuarentena-, se muestra con detalle el
sentido de la vida monástica y lo trascendente de cada momento diario dentro
del monasterio. El sólo verlo edifica el corazón del cristiano, y también nos
lleva a una reflexión de la que podemos sacar algunas conclusiones en este contexto de
la cuarentena.
Creyéndolo
oportuno, sería provechoso compartir algo de lo reflexionado, partiendo por poner
en relieve tres características que describen buena parte del escenario social
actual casi en todo el mundo:
- Hay
cierta clausura: estamos parcialmente retirados de mundo, obligatoriamente.
- Hay
cierta serenidad: la agitación, el frenesí de la vida inquieta de muchas
personas ha menguado, transitoriamente.
- Hay
cierto silencio: una sensación de soledad hay en las calles y avenidas, y el
ruido de las urbes está ausente.
Atendiendo a
cada característica podemos percatarnos que, hasta cierto punto y salvando las
distancias, las circunstancias del escenario social actual nos ponen, al mismo
tiempo, en circunstancias de un “escenario monacal” que podríamos vivir en lo
particular.
“Para, para, para... ¿eso significa que
tenemos que hacer vida de monje en cuarentena?”. No precisamente. Lo que queremos
señalar es que exteriormente tenemos un ambiente que hoy nos favorece para llevar mejor lo interior: oración personal, lectura y, para el que le gusta, la
escritura.
En pocas
palabras debemos reconocer que disponemos de tiempo, recogimiento, quietud,
silencio. Si el tan llevado y traído coronavirus nos tiene desenfocados deberíamos
caer en la cuenta de que estamos en Cuaresma antes que en cuarentena. Y es
justamente esto lo que intentamos enfatizar para sacar provecho de estos días
de aislamiento obligatorio.
Estamos
próximos a Semana Santa y no cabe duda que transitamos una Cuaresma peculiar,
que presenta también algunas dificultades al estar cerrados los templos, tener
a los sacerdotes brindando su asistencia espiritual con restricciones y
consecuentemente no nos es posible acudir a los canales de la gracia como
habitualmente lo hacemos. De igual modo nos encontramos con otros obstáculos
para la vida espiritual puertas adentro, pues el mundo y el ruido también se
hacen presentes en la propia casa.
No obstante las
limitaciones evidentes, insistimos en que, al mismo tiempo que experimentamos
las restricciones, podemos también aprovechar el retiro del mundo; aprovechar
la fuga mundi que Dios, en sus misterios
de la Providencia, nos pone hoy como una ocasión para seguir firmes en la fe y
viviendo el mandato de la caridad en el marco de una cuarentena por la
pandemia. Por eso conservemos el rezo de las oraciones matutinas, el rezo del
Ángelus, el Santo Rosario, la Misa seguida por los medios audiovisuales, la comunión
espiritual frecuente, el tiempo de meditación y todo lo que hace a nuestro plan
de vida espiritual.
Notemos que
entre tantas propuestas que nos llegan por distintos medios para “matar el tiempo”
en el encierro doméstico, muy pocas apuntan a mantener viva la unión con Dios
por medio de la oración y la lectura. Y
pienso que es precisamente por éstas dos cosas que podemos ir al fin del mundo sin salir de una habitación.
Algunos recordarán
la atractiva novela El despertar de la
Señorita Prim, escrita por Natalia Sanmartin Fenollera y publicada en 2013.
Este libro -que también invitamos a leer o releer en estos días-, en uno de sus
últimos capítulos, aparece un diálogo en donde el sabio monje benedictino de la
abadía de San Ireneo de Arnois le dice a Prudencia Prim:
“—Ha venido usted aquí con el temor de que yo le dijese algo
que la asombrase, la turbase o la agitase. ¿Qué clase de cortesía sería la mía
si hubiese obrado así la primera vez que viene a verme y sin haberme pedido
apenas consejo? No tenga miedo de mí, señorita Prim. Estaré aquí para usted.
Estaré aquí esperando a que encuentre lo que busca y a que regrese dispuesta a
contármelo. Y puede estar segura de que estaré con usted, sin salir de mi vieja
celda, incluso mientras lo busca.”
—Se puede ir al fin de mundo sin salir de una habitación—, murmuró
la bibliotecaria.”
La vieja celda
del pater -como es llamado este sabio
monje en la novela-, es la habitación. ¿Pero
cómo es que un monje puede ir al fin del
mundo sin salir de una habitación?, podríamos preguntarnos admirados. A nuestro
entender, parte de las respuestas está en la oración, y otra parte en la
lectura.
Por la
oración:
Primeramente recordemos
que la oración no es una propuesta más entre tantas para matar el tiempo, como
lo es el hacer alguna manualidad, jugar un juego de mesa, hacer yoga -cosa por
cierto es incompatible con el cristiano católico-. La oración no es una
propuesta, es un deber. Como decía John Senior:
“El trabajo es una necesidad
física: el que no trabaja, no come. La oración es una necesidad por obligación:
el que no reza, no entrará en el Reino de los cielos. La oración es un deber,
un oficio. Es el pago libre y voluntario
de la deuda que tenemos con Dios por la existencia y por la gracia.”
Luego también es bueno que recordemos
que la oración está unida al silencio. Silencio exterior y silencio interior.
Hoy en el mundo exterior -como hemos dicho al comienzo-, hay cierto silencio, y
estamos más liberados de la “tiranía del ruido” como dice el Cardenal Robert Sarah. El mismo prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos nos enseña
en su libro La fuerza del silencio:
“El
silencio cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios. Del
silencio nace el silencio. A través de Dios silencioso podemos acceder al
silencio. Y el hombre no deja de sorprenderse de la luz que brilla entonces. El
silencio es más que importante que cualquier otra obra humana. Porque
manifiesta a Dios. La verdadera revolución procede del silencio: nos conduce
hacia Dios y hacia los demás para ponernos humilde y generosamente a su
servicio” (Pensamiento 68)
Entonces, ¿cómo es eso de que por la
oración podemos ir hasta el fin del mundo sin salir de una habitación?
Evagrio
Póntico
decía que el verdadero monje, el auténtico contemplativo es aquél que, “separado de todo, está unido a todos”.
Nosotros, hoy estamos separados de todos -o casi todos-, y podemos estar unidos
a todos por medio de la oración dirigida al Dios Uno y Trino. Poniendo en el
centro del corazón a Dios ponemos también en él al hermano sufriente por la
enfermedad; nos unimos al médico o enfermero que está dando su asistencia en un
hospital de Italia, Argentina o cualquier parte del mundo; nos unimos al
policía o soldado que está cumpliendo con su deber en las calles, al sacerdote
o misionero que está celebrando el Santo Sacrificio en soledad del templo o
llevando su asistencia para la salud espiritual.
Definitivamente
debe considerarse que es posible ir
hasta el fin del mundo por medio de la oración dirigida a Dios y a María
Santísima.
Por la
lectura:
Algo más que
puede hacer agradables y entretenidos estos días en los que estamos de
“caseros” es la lectura.
Tomar en
nuestras manos aquellos libros que -ya sea por el movimiento apresurado de los
días laborales o por las agendas apretadas que se tienen cuando no se está en
cuarentena-, no podemos leer, tomar esos libros, decimos, es hoy una ocasión
más que oportuna.
Quizá no sólo
un libro, sino dos o tres, para leer en distintos momentos del día. Sea uno
para la lectura espiritual y del Evangelio, que ayudará mucho a la oración,
meditación y práctica de las virtudes; otro para la lectura formativa, de
carácter teológico, filosófico o histórico por ejemplo, que ayudará mucho a
tener una forma mentis clara y
ordenada; y otro de lectura amena, como una novela, un libro de cuentos, un
compendio de hermosas poesías..., que mucho ayudarán al sano esparcimiento,
ordenando y deleitando los sentidos internos.
Pensemos en
aquella ociosidad sagrada que se puede vivir
en estos días de cuarentena. Esa ociosidad que no es sinónimo de pereza o
vagancia, sino que, como dice Pieper “es
una forma de callar, que es un presupuesto para la percepción de la realidad;
sólo oye el que calla, y el que no calla no oye”. Esa forma de
callar nos ayudará a “oír” lo que nos dice un buen libro.
La
contemplación de la verdad, el bien, y la belleza que encontramos en los buenos
libros es sumamente valiosa en este siglo en el que la mentira, la malicia y la
fealdad tratan de echar raíces en la mente y el corazón del hombre por las
ideologías y las modas.
Continuando el
diálogo que citábamos anteriormente del “Despertar de la señorita Prim”, el
sabio monje benedictino le dijo a Prudencia:
“Busque entonces la
belleza, señorita Prim. Búsquela en el silencio, búsquela en la calma, búsquela
en medio de la noche y búsquela también en la aurora. Deténgase a cerrar las
puertas mientras la busca, y no se sorprenda si descubre que ella no vive en
los museos ni se esconde en los palacios. No se sorprenda si descubre
finalmente que la belleza no es un qué sino un quién.”
Esta es la
razón por la que interpretamos que a partir de la lectura, la buena lectura,
también se puede ir al fin del mundo sin salir de una habitación; porque los
buenos libros mueven a la reflexión, favorecen la meditación, ayudan a pensar y
nutrir la vida interior..., propician la mirada trascendente para no olvidarnos
de mirar más arriba, atendiendo a las cosas que no se ven.
Demás está
decir que algunos tendrán más tiempo y disposición que otros para llevar
adelante el deber de la oración y la necesidad de la lectura en medio de la ociosidad sagrada. Habrá quienes conserven
las mismas preocupaciones y labores de siempre y habrá también quienes a este
tiempo de Cuaresma en cuarentena necesiten sacarle provecho para lo que hemos
señalado.
Damos por entendido,
también, que todo lo dicho hasta aquí es bien llevado en familia o en soledad.
Rezar y leer no es una invitación al aislamiento egoísta dentro de un cuarto.
Como decía un Sacerdote que en estos días envió un audio a los amigos y
allegados: “(...) estos días con toda la familia -o por lo menos buena parte-,
encerrada en una casa, es una grandísima ocasión para la vida
virtuosa. Se dice vita comunis, máxima
penitentia, la vida en común es la máxima penitencia (...) y estos días
serán días de practicar la caridad, la paciencia con el prójimo, sobre todo
soportando sus defectos; días de generosidad en el trabajo cotidiano, de
generosidad de las pequeñas tareas de la casa, de alegría y buen humor”.
Son tiempos en
los que la confianza en la Providencia debe estar muy presente en el corazón
cristiano para afrontar la situación general y particular de cada uno, pues a cada día le basta su aflicción. Son tiempos
de conversión en los que debemos pedir que nuestro corazón de piedra se haga un
corazón de carne.
Será de gran
ayuda el pedirle a Dios vivir con sencillez cada jornada, como poéticamente lo
pide José María Pemán en su “Elogio de la
vida sencilla”:
yo
quiero abrazarme a ti,
Conciencia
tranquila y sana
casa limpia en que albergar,
En fin, cada
uno según sea el lugar en el que Dios lo puso en este momento, sabrá de qué
modo puede “ir hasta el fin del mundo sin salir de una habitación”.
Que
la Virgen Santísima, refugio de los pecadores, nos asista y proteja no sólo de
ese nuevo “enemigo invisible” del Coronavirus, sino sobre todo del aquel antiguo enemigo invisible, y lleguemos a
vivir una Semana Santa con profunda piedad.
Y
como de vida monástica comenzamos hablando, con el profundo saludo cartujo nos
despedimos. ¡Memento mori!
C. F. M.
Vemos que todos nos encontramos bajo
el cumplimiento del insistente mandato social “Quédate en casa”. Se trata de
cuidar y promover la conciencia social. ¿Y dónde está el examen de conciencia
particular pensando en el decálogo?... Varios están vigilantes para ver
novedades por redes sociales y armar reuniones virtuales. ¿Y dónde está esa
pronta disposición para reservar un tiempo para al diálogo íntimo y silencioso
con Dios?...No pocos están sacando provecho a este tiempo para limpiar y
ordenar la casa. ¿Y dónde está el trabajo por poner orden y limpieza en el castillo interior -como gustaba llamar
al alma Santa Teresa-?... Aparecen decenas de tutoriales de rutinas de
ejercicio en casa, para seguir “en forma” y cuidar la silueta corporal. ¿Y la forma mentis? ¿Dónde está la rutina para
la lectura formativa, espiritual y recreativa?... ¿En vez de agarrar un libro
para leer, pagamos la cuenta de Netflix y nos trasnochamos viendo series y
películas? No hay de malo nada en todo esto si es llevado con el debido orden.
Lo malo es que una cosa quite la otra, es decir, que lo verdaderamente
importante quede relegado y olvidado.