Stabat Mater Dolorosa, Iuxta Crucis Lacrimosa...
MADRE JUNTO A MI CRUZ
Cuando alguien va
a morir, siente pasar por su retina todos los instantes de su vida como un
conjunto de recuerdos apretados, agónicos. Jesús sabe que va a morir, y revive
de repente los momentos todos de su existencia.
Él también ha
acogido el Reino de su Padre como un niño (Mc 10,15); ha vivido en esta
infancia espiritual, como un niño en brazos de su madre (Sal 131,2). Cuando un
niño siente cercano un peligro, una amenaza, grita por instinto a su madre para
que le proteja y ampare. Desde la alta cruz, Jesús moribundo contempla a su
madre. Entonces le dice aquellas palabras que recapitulan, como un abrazo
maternal (y que hemos escrito adrede con las exactas rimas de los cuartetos del
próximo soneto), toda su existencia de niño rodeada por María:
Siempre estuve en tus brazos, madre amada.
Entre
tus brazos siempre, madre mía.
Crecí
en ellos, soñaba, me dormía:
Mi
casa, mi descanso, mi almohada.
Su corazón humano
recuerda (¿qué otra cosa es el corazón, sino el órgano de un palpitante
recuerdo?) su primer alumbramiento, su nacimiento y su cuna en Belén,
firmemente estrechado en los brazos de su madre, apretado por los más tiernos y
seguros de sus brazos.
Recitando el
extenso y dramáticos salmo 22, Jesús pronunció aquellas palabras: “Tú eres
quien me sacó del vientre; me tenías confiado a los pechos de mi madre; desde
el seno pasé a tus manos” (vv. 10-11). Dios sacó a Jesús del vientre de su
madre y lo confió a los pechos de María. En el regazo de su madre ha vivido.
También María ha
vivido por y para su Hijo. La vida de María, la madre de Jesús, ha sido un
afligido alumbramiento: ha dado a luz a Jesús en un parto continuado. El
Evangelio lo registra dolorosamente. El primero aconteció en Belén cuando fue
niño (Lc 2, 6-20); el segundo cuando a los doce años le hizo sufrir,
mostrándole tras la angustiosa búsqueda de tres días que él tenía que estar en
la casa del Padre (Lc 2, 48-49); y ahora, en la Cruz sucede el tercer y
definitivo parto, cuando va a morir. Ambos, la madre y el hijo, están penando.
María por Jesús. Jesús por María. Ésta porque es madre y sólo una madre conoce
la honda llaga de tal dolor. Ver a su hijo Jesús morir en la cruz es la espada
que se le clava en el corazón, traspasándolo de parte a parte.
“No me
corresponde a mí hablaros de los dolores de María; meditadlos vosotros. Sólo os
diré que del mismo modo que todo el gozo de la Santa Virgen consiste en ser
Madre de Cristo, todo su martirio nace del mismo amor. No hay fuerza que pueda
romper lo que la naturaleza unió tan fuertemente. Cuando la primera comunión
termina, nace otra formada por los lazos del amor, y la madre lleva al hijo
como si no hubiese salido aún de sus entrañas, hasta el punto que basta que el
hijo sufra para que el corazón de la madre salte.
“Os pondré un
ejemplo. Cuando la cananea pide al Señor que cure a su hija, le dice: “Ten piedad de mí, mi hija está poseída por
el demonio” (Mt 15, 22). Porque le basta pensar en los dolores de su hija.
En ella padezco, sus dolores son los míos; a ella la atormenta el demonio, y a
mí, la naturaleza, y los golpes que le infligen llegan hasta mí.
“¡Padre eterno!
No tenéis por qué eclipsar el sol si pensáis en María, ni por qué apagar las
luminarias del cielo. Ya no hay luz para esta Virgen. No es necesario que sacudáis
los cimientos de la tierra, ni que cubráis de horror la naturaleza, ni que
amenacéis envolverla en el primer caos, porque después de la muerte de su Hijo
no hay para ella sino tinieblas” (J. B. Bossuet, María al pie de la Cruz, Primer sermón del Viernes santo).
La mirada de su
madre será la postrimería de este mundo, el paisaje final, el último rostro
humano que Jesús desde la cruz va a contemplar en esta historia que lo
crucifica. Y otra vez, como cuando era niño, Jesús se confía a los brazos de su
madre.
Los hombres
buenos nunca dejan de ser niños del todo. Las madres tampoco dejan nunca de ser
madres. Jesús fue el primer orante que rezó a su madre el final del Avemaría.
Madre junto a mi cruz
¿Te acuerdas de Belén, de la nevada,
de aquella fría noche en que nacía,
con qué amor tu ternura me mecía
toda la noche hasta la madrugada?
También recuerdo, madre tu mirada
tan limpia, donde el sol resplandecía.
Cuando “hijo” me llamabas, sonreía
Niño el sol a la luna iluminada.
Es tarde, madre, el sol ya se ha ocultado.
Quédate. Quiero, como antaño, verte
madre junto a mi cruz, madre a mi lado.
Tenme en tu corazón tan tierno y fuerte;
entre tus brazos, madre, a tu hijo amado,
ahora, que es la hora de mi muerte.
P. Francisco Contreras Molina, Sonetos de Jesús crucificado, Ed. Verbo Divino, Navarra, 2001, p.
87-90.