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viernes, 30 de octubre de 2015

LO ABSURDO DEL CULTO SATÁNICO - por MONS. CORRADO BALDUCCI


Le gusta muchísimo al Demonio ser considerado un dios; siempre desea un culto divino y así también todas esas afirmaciones y actitudes humanas que puedan presentarlo e indicarlo como una divinidad. Se remonta a Tertuliano el apelativo “mono de Dios” dado a Satanás.
Dicho deseo está incluido en esa intuición de autosuficiencia, autoidolatría, que le hizo pensar que era superflua una dependencia de Dios; se trató, en otras palabras, de una actitud de soberbia, que lo indujo a considerarse similar a Dios: un desordenado deseo, no por cierto de igualdad, como es obvio, sino de semejanza (cf. Sto. Tomás, S. Th. I, 63, 3).
El Diablo no escondió tal anhelo ni siquiera a Jesús cuando, después de haberle mostrado los reinos del mundo y su esplendor, le propone: “Todo esto te daré si postrándote me adoras.” Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto” (Mt 4, 9-10).
Pensar en el Demonio como en otro dios es un absurdo no sólo teológico sino también filosófico: ¡no puede existir más que un ser supremo, infinito! Una multiplicidad, en efecto, incluye siempre una limitación: aunque no fuesen más que dos, uno tendría algo que lo distingue del otro, el cual, por lo tanto, ya no sería el ser supremo.
Y sin embargo, ya desde la Antigüedad, corrientes teológicas y culturales han considerado a Satanás como un dios, y en particular el dios del mal, en oposición al dios del bien.
Ya en el siglo III existía la tesis maniquea (de Mani, su fundador), que profesaba la existencia de dos principios coeternos y opuestos, y esto contra el Concilio de Nicea, del 325 (cf. DS 125; es el primer concilio ecuménico), y el Concilio de Constantinopla I, del 381 (cr. DS 150; es el segundo concilio ecuménico), los cuales, en sus respectivas profesiones de fe, afirmaban la creación divina de todos los seres visibles e invisibles.
La teoría maniquea provocó enseguida la reacción de los Padres de la Iglesia, algunosd e los cuales, como san Antonio, san Basilio, Dídimo de Alejandría y Epifanio, escribieron contra ella pequeños tratados (el lector interesado puede encontrarlos en la Patrología griega, de Migne, respectivamente en los vols. 25, 6c; 31, 330-354; 39, 1085-1110; 42, 29-172). San Agustín, maniqueo en su juventud, una vez convertido, lo combatió vivamente (cf. PL 42, 129-602; existen seis libros distintos sobre este argumento, sin hablar de las umerosas menciones hechas por él en otras obras).
Una posición semejante es abiertamente contraria a la Sagrada Escritura; por ejemplo, leemos de San Pablo en la Epístola a los colosenses;: “En él [se habla de Dios] fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y  las invisibles” (1, 16).
La tesis maniquea fue expresamente condenada en el I Concilio de Braga (Portugal), del 551-561, en el que, entre otras cosas, se afirma: “Si alguien pretende que el Diablo no ha sido antes un ángel hecho por Dios… sino que es él mismo principio y sustancia del mal, como dicen Manes y Prisciliano, sea anatema” (DS 457).
El error de la divinidad del Demonio, retomado en el siglo XII por los cátaros en Occidente y los bogomiles en Europa oriental, fue condenado por el Concilio Lateranense IV, de 1215 (es el duodécimo concilio ecuménico), en cuyo decreto Firmiter, del 11 de noviembre, se lee: “Creemos firmemente y declaramos con corazón sincero… que Dios es el único origen de todas las cosas, el creador de las realidades visibles e invisibles, espirituales y corpóreas… Pero el Demonio y los otros espíritus malvados han sido creados buenos por su naturaleza, pero ellos se volvieron malos por obra de sí mismos” (DS 800).
Lo absurdo del dualismo maniqueo se hace más evidente si se considera que en el concepto de Dios está la plenitud de toda perfección, es decir, la presencia de todas las dotes, los poderes, las posibilidades… elevados al grado máximo, al valor de lo  infinito, sin la mínima sombra de, ni siquiera, el mínimo mal. Pensar, por lo tanto, en un dios del mal es un absurdo que tiene algo de inimaginable; es –como suele decirse- una verdadera contradicción en los términos.
La contradicción se agrava hasta complicarse en otras absurdas y fantasiosas imaginaciones, por las que estamos por debajo de la más incentivada gratuidad e irracionalidad. Los demonios, en efecto, son muchísimos y no pueden ser creídos todos dioses; si acaso quisiésemos coronar con la divinidad a alguno de ellos, éste debería tener una naturaleza distinta de sus semejantes. Y en este tono se podría seguir…
A pesar de esto, semejante concepción no sólo ha quedado como algo teórico, abstracto, sino que se ha concretado en grupos o también sólo en individuos (“sectas satánicas” y “adoradores del Diablo”), que desde siempre, más o menos numerosos, han considerado a Satanás como su dios y prestado solamente a él ese culto, llamado latría, que las religiones monoteístas reservan al único Dios; posición extremadamente pecaminosa, por ser sumamente ofensiva de la Fivinidad, y que puede terminar también siendo peligrosa y dañina para la misma convivencia social.
Cuando digo “adoradores del Diablo”, hablo en un sentido muy amplio y genérico, aunque algunos argumentos de este título comprenden, como se hará obvio, a todos los que están incluidos en un significado más específico.
En particular, me refiero no solamente a los que practican por Satanás un culto de latría, llevado a la exclusión de todo interés personal para manifestar así un verdadero odio contra Dios, sino a todos los que recurren al Diablo invocándolo, para hacerlo propicio, pedirle favores, obtener su ayuda para actuar en propósitos de odio y de venganza, y esto ya sea de modo explícito y claro, o bien implícito en ciertas modalidades de comportamiento, tanto si se obra directamente como a través de otros.

Prescindo también de la pertenencia o no de una persona a sectas oficiales o a grupos privados, de la práctica o no de ritos particulares, de las intenciones y objetivos que motivan sus gestos o su actitud (podría también tratarse de pura curiosidad, pasatiempo, juego).
Todo esto, entendido no como en el concepto cristiano de Diablo (en este caso, lo absurdo que decíamos adquiriría todavía más ciega irracionalidad), sino extendido a cualquier concepto de Satanás, a un diablo cualquiera creado por nosotros o directamente presentado como divinidad por alguna religión, siempre que sea entendido como autor de rebelión, odio, maldad.
De todo esto excluyo dos categorías de personas: las que están al servicio del orden público, que por funciones inherentes a su oficio tuviesen que participar y asociarse a grupos particulares y rituales; y las que lo hiciesen por motivos de estudio, con un objetivo científico.


Mons. Corrado Balducci, “Adoradores del Diablo y Rock Satánico”, Lumen, Buenos Aires, 2002, pp. 25-29.

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