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miércoles, 29 de octubre de 2014

EN TORNO A LA DEMOCRACIA


La verdadera democracia es jerárquica y antiliberal, y el verdadero liberalismo es inorgánico y antidemocrático

Ya he indicado anteriormente que es menester no confundir democracia liberalismo. La primera es una forma legítima de gobierno y el segundo es una concepción del mundo que, aplicada al orden político, genera lo que se ha dado en llamar la «democracia liberal». Al percibir que esta mezcla constante o confusión de esencias diferentes se agrava la equivo-cidad del tema; Pío XII aprovechó la Navidad de 1944 para hacer valiosas precisiones. Por un lado, como suele ocurrir en la experiencia histórica, actualmente los pueblos parecen exigir «un sistema de gobierno» más compatible con la dignidad y libertad, y de ahí la «tendencia democrática» que se advierte(Benignitas et huma-nitas, nº 7 y 9, radiomensaje del 23-12-44: AAS, 37, 1945).
No dice el Papa, naturalmente, que la democracia sea la única forma legítima de gobierno, sino que los pueblos adoptan la que mejor les conviene según la marcha de los tiempos. Por eso advierte, citando la Libertas de León XIII, que, salvada la doctrina católica del origen del poder y ejercicio del poder público, no reprueba ningún régimen con tal que sea apto para orientar la sociedad al bien común (Benignitas et humanitas, nº 10; cf. León XIII, Libertas, nº 32).
Hecha esta aclaración y reconociendo que la democracia puede ser tomada en un sentido amplio y que, como tal, puede realizarse en cualquier régimen, lo que importa es determinar la democracia verdadera. Para ello, recordemos que el Estado democrático –como todos los demás– está investido de poder; pero éste debe reconocer aquel «orden absoluto de los seres y de los fines» y, por eso, el poder o autoridad «no puede tener otro origen que un Dios personal». Por eso, la dignidad del hombre reside en ser imagen de Dios y «la dignidad del Estado es la dignidad de la comunidad moral querida por Dios» (op. cit., nn. 20, 22). De donde se sigue que la autoridad política lo es por participación de la autoridad de Dios y debe reconocer «esta unión íntima e indisoluble», y debe reconocerla explícitamente el régimen democrático (op. cit., nº 23).
Observemos que la expresión unión íntima e indisoluble excluye aquella «separación» que caracteriza al liberalismo de tercer grado. La democracia verdadera es, pues, ésta no-emancipada del orden divino; en cambio no será verdadera sino falsa aquella que rechaza esta vinculación o más o menos la olvida; igualmente, «si no considera suficientemente esa relación y no ve en su cargo [el gobernante] la misión de realizar el orden querido por Dios…» Así, «una sana democracia [debe estar] fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas» (op. cit., nº 28).
El gobernante –sostiene Pío XII dentro del más riguroso ius naturalismo– debe saber que la majestad de la ley positiva de que está investido, «es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma… al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio». Tal ha de ser «el criterio fundamental de toda sana forma de gobierno, incluida la democracia» (op. cit., nº 30).
Esta apelación a la «unión íntima e indisoluble», fundada en el orden absoluto de la creación e iluminación por el Evangelio, reitera una concepción de la democracia (y de todo otro régimen político) situada en las antípodas de la democracia «liberal». En este sentido, la «democracia liberal» no es verdadera sino falsa democracia.

Pueblo y masa

Si vuelvo al texto del famoso radiomen-saje, es bien conocida y frecuentemente repetida la distinción que hizo el Papa entre «pueblo» y «masa», sobre todo como condición para asegurar al ciudadano «tener su propia opinión personal y… expresarla y hacerla valer de una manera conforme al bien común». Si pueblo supone un cuerpo vivo «que vive y se mueve por su vida propia», el Estado debe ser «la unidad orgánica y organizadora de un verdadero pueblo»; en cambio, si la «masa» es «de por sí inerte y sólo puede ser movida desde afuera» (y adoptar hoy una bandera, mañana otra), es evidente que «la masa… es la enemiga capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad y de igualdad» (op. cit., nn. 15, 16, 17).
En esta democracia falsa, la libertad es anulada en la nivelación de las desigualdades naturales, que son condición de la igualdad civil, y la libertad es también negada al ser transformada en «una pretensión tiránica». Por tanto, queda claro que también la llamada «democracia de masas» es una democracia falsa. Hemos de concluir que son falsas tanto una democracia que rechaza aquella «unión íntima e indisoluble» con el orden trascendente y sobrenatural (autosuficiencia del orden político-temporal) como la inorgánica democracia de «masas».
Cabe preguntarse, todavía, si la «democracia» liberal y la «democracia» de masas guardan, entre sí, alguna relación. Muchos liberales «clásicos» rechazan enérgicamente toda relación entre ambas, y hasta sostienen que la democracia «de masas» es opuesta a la democracia «liberal». Para una ojeada superficial parece ser así; pero en cuanto se analiza la cuestión a fondo no deja de percibirse que la democracia «de masas» es la consecuencia necesaria de la democracia «liberal».
Hay, aquí, un doble supuesto común: «el reconocimiento –como dice un liberal «clásico»– de que el pueblo es la fuente de la soberanía», y la separación (no la ignorancia ni menos la negación) de un allende el Estado. Lo primero supone la concepción atómica o individualista de la sociedad; lo segundo, la plena secularización de la política; lo primero, a su vez, exige un método de elección y acceso al poder coherente con la concepción de la sociedad, y tal método es el «sufragio universal»; no se trata de que cada sociedad menor vote y sea representada y desde ella surjan las autoridades (lo cual sería «fascismo» para un liberal) sino de realizar esta contradicción lógica de llamar «universal» a lo que sólo es la colección (como decía la lógica nominalista medieval) de opiniones singulares: un hombre = un voto. Luego, se trata de un sufragio individual-«universal», o de la suma de sufragios universales-individuales de los cuales no se sigue la verdad práctica. Sea como fuere, este medio ha de garantizar las «libertades individuales».
La concepción individualista o atómica de la sociedad es todo lo contrario de aquella «unidad orgánica y organizadora» exigida por Pío XII, desde que de los meros singulares no puede surgir una unidad orgánica; por eso, la sociedad que supone el liberalismo tiene el mismo fundamento que la llamada sociedad «de masas», ya que de la suma de singulares sólo puede surgir este todo inerte «movido desde fuera», sobre todo hoy con los medios masivos de incomunicación social que permiten cambiar de «opinión» a la gente en cuestión de días o de horas… Luego, en la misma concepción liberal de la sociedad se han puesto las causas generadoras de la sociedad de «masas» y el crisol de la demagogia, mal que les pese a muchos liberales.


Alberto Caturelli,
"Examen crítico del liberalismo como concepción del mundo", Cap III (Reflexiones críticas) Gladius, Buenos Aires, 2008,


"...el análisis de la esencia de la democracia nos conduce a la conclusión de que ésta, partiendo de la idea de libertad, que es su principal e indispensable presupuesto, termina inexorablemente en la tiranía, o dictadura de la multitud, del número, de la  cantidad, y por lo mismo de la sinrazón y del desorden […] El principio fundamental  que la mueve [a la democracia] es el igualitarismo universal absoluto. Ahora bien: como los hombres —sin una intervención especial de Dios— no pueden ser igualados o nivelados por lo más encumbrado que hay en ellos, es, a saber, la ciencia y la virtud, no resta sino la posibilidad de intentar la nivelación absoluta universal, por lo más bajo que hay en ellos, es decir, por su condición material. Tal es el intento del comunismo soviético, como enseña Pío XI en su magistral y actualísima encíclica «Divini Redemptoris»”

(Padre Julio Meinvielle, "Concepción Católica de la Política")

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